Sáb. Abr 27th, 2024

    Amanecía el sábado 7 de octubre cuando sonó una fuerte explosión en Al Bat, un villorrio beduino del desierto israelí del Neguev no reconocido por las autoridades. Akel Kran, de 46 años, cuenta que acudió con otros vecinos a comprobar si las ovejas habían sufrido daños. Todo en orden. Como no era la primera vez que llegaban cohetes desde Gaza, a unos 50 kilómetros, siguieron con sus quehaceres. Normalidad. Ninguno de los presentes sabía que, en ese momento, Hamás, además de lanzar misiles como hace con frecuencia, también estaba llevando a cabo el gran ataque por tierra que dejó unos 1.200 muertos y desencadenó la actual guerra.

    Minutos después del referido impacto, en torno a las siete de la mañana, sonó otro estallido en Al Bat, poco más que un puñado de casas y chabolas desperdigadas por un pedregal que representa bien la cruda realidad bajo la que viven los beduinos en Israel. Este impactó en el sheq, el lugar de reunión de los hombres de la comunidad. La estancia prefabricada a base de aluminio saltó por los aires, explica con voz tenue y gesto quedo Kran. Dentro se hallaban cuatro niños: los hermanos Jawad, y Malik, de 12 y 15 años; Amin, de 10, y Mohammad, de 15, junto a un adulto. Taleb, de 37 años y hermano de Kran, resultó herido y más de tres semanas después seguía ingresado. Los cuatro menores murieron. Los dos hermanos, en el acto. Los otros dos, camino del hospital. Amín era uno de los nueve hijos de Akel Kran.

    Esos niños forman parte del grupo de 18 beduinos que perdieron la vida el 7 de octubre, siete por el lanzamiento de cohetes y 11 en la incursión por tierra de los radicales islámicos. Hay, además, seis rehenes entre el grupo de unos 240 que se llevaron a Gaza. La guerra sirve para recordar el tradicional olvido institucional de la comunidad beduina. “En estos pueblos no estamos protegidos por la cúpula de hierro (sistema antiaéreo) porque es una zona no reconocida. Tampoco disponemos de ambulancias, refugios, sistema de alarmas…”, deplora Kran sin apenas alterar el gesto mientras sorbe un vasito de cartón con café. El hombre trata de describir la situación en la que sigue viviendo, 75 años después de existir Israel, una parte importante de su comunidad.

    Solo durante las primeras horas del 7 de octubre, la milicia islamista lanzó desde la Franja a territorio israelí unos 3.000 cohetes, según datos hechos públicos por el ejército la semana pasada. La mayoría fueron interceptados. Durante la última guerra de Gaza, en 2014, se lanzaron 4.000 misiles en 50 días. Al Bat, que engloba un área de unos 400 vecinos, es uno de los 37 pueblos que las autoridades de Israel consideran ilegal, que no existe en el mapa y que, por tanto, no están dotados de lo más esencial. Ni carretera hay para llegar. Todo lo tienen fuera: escuela, sanidad, mercado, trabajo, servicios… Y en tiempos de guerra como la actual, a diferencia de los demás israelíes, tampoco tienen refugios en los que protegerse de los misiles ni habitaciones seguras en sus viviendas, si es que se pueden llamar así.

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    En Makhul, otra aldea con las viviendas a modo de casetas hilvanadas a base de chapa, unos niños juegan junto al amasijo amontonado de los materiales metálicos que conformaban una de las casas hasta que la destrozó sin causar víctimas otro proyectil llegado desde Gaza. Al atardecer, la llamada a la oración del muecín desde la mezquita compite con el estruendo de las pasadas de los aviones de combate que bombardean la Franja, donde han matado ya a más de 11.000 personas.

    La organización Adalah, que lucha por los derechos de la comunidad árabe israelí, denunció ante las autoridades el 30 de octubre la “discriminación y negligencia sistemáticas del Estado” con la mayoría de las aldeas beduinas, tanto reconocidas como no, por la ausencia de refugios antiaéreos u otras áreas protegidas. La queja se refiere también a miles de niños de esa comunidad cuya vida está “en riesgo” por tener que acudir a clase sin las medidas de protección que en otras zonas del país sí están cubiertas. “La tierra de los beduinos es oro para Israel”, afirma Marwan Abu Frieh, coordinador de Adalah en el Neguev, desierto al que ellos se refieren como Naqab, en árabe.

    Él cree que el Estado israelí no es que esté ignorando a los beduinos, es que trata de acabar con su modo de vida, sus tradiciones, su cultura y los lugares en los que llevan asentados siglos. “El Gobierno insiste en moverlos, sacarlos de sus tierras y reasentarlos y no ofrecerles soluciones porque eso supondría que asumen, de manera oficial, que se podrían quedar en donde llevan viviendo toda la vida. Tenemos que recurrir de manera constante a los tribunales”, alerta el coordinador de Adalah en la zona del Neguev. Según él, por la falta de refugios solo están funcionando siete de los 13 pequeños centros de salud de la zona.

    Junto a otras organizaciones tratan de suplir el vacío de seguridad que ha puesto de manifiesto la guerra e intentan instalar refugios en las aldeas. Jaled Eldada es uno de los voluntarios que, en un camión con una grúa, colocó un centenar de ellos en la segunda quincena de octubre. Hasta Al Bat han llegado dos. En torno a uno de ellos pasta un grupo de camellos. Se trata de una simple tubería de hormigón dentro de la que calculan que se pueden meter una veintena de personas.

    La mitad de la población beduina israelí vive en esas aldeas ilegales sin derecho a construir una casa, sin infraestructuras, sin agua corriente, sin electricidad, sin sistema de alcantarillado, sin la educación ni servicios sanitarios mínimos, critica de carrerilla Yelaa Raanan, del Consejo Regional de Pueblos Beduinos no Reconocidos. Viven bajo permanente amenaza de demolición de sus viviendas en lugares donde no hay transporte, añade. Además, aun siendo obligatorio y tratándose de ciudadanos israelíes, hay unos 5.000 niños sin acceso a guardería. “Son los más pobres”, concluye Raanan incidiendo en que ese centenar de refugios es menos del 10% de los que hacen falta.

    “Es muy difícil ser un buen alumno viviendo en estas condiciones”, expone Suleiman Kamalat, director del colegio en Rahat, la mayor población beduina, en el que estudiaba quinto curso Jawad hasta que el cohete de Hamás acabó con él el 7 de octubre. En la pantalla muestra la clasificación de los mejores expedientes, entre los que se encuentra el suyo. Varios chavales de Al Bat muestran en los móviles al reportero durante un paseo por el poblado retratos de los cuatro colegas que perdieron ese día y fotos del entierro colectivo.

    La población beduina de origen palestino en el Neguev israelí es hoy de unas 310.000 personas, que son descendientes de las que habitaban esa zona desértica cuando en 1948 nació el Estado de Israel. De ellos, unas 80.000 se encuentran en 37 asentamientos sin reconocimiento oficial; otras 35.000, en 11 localidades reconocidas a principios de este siglo, pero que permanecen sin la dotación de servicios necesaria, y el resto, unas 195.000, en siete municipios creados por las autoridades entre 1969 y 1989. Dos tercios de los beduinos, cuya comunidad forma parte del 20% de población árabe israelí, viven en el Neguev por debajo del umbral de pobreza, una tasa que triplica la media del país.

    Varios activistas se reúnen en un local municipal de Hura, una localidad beduina de las sí reconocidas. Están convencidos de que el momento no solo es un desastre por la contienda sino también porque el Gobierno que lidera el primer ministro Benjamín Netanyahu no va a hacer nada por ellos. Uno de los presentes es Ezry Keydar, director de la ONG israelí Keshet, que lleva años luchando por el reconocimiento de la comunidad beduina y por la preservación de su cultura y su modo de vida ancestral. En el momento que Marwan Abu Frieh, beduino, aprovecha para despedirse y montarse en su todoterreno, Keydar le lanza una puya amistosa entre risas tratando de hacer ver que ya no tiene pedigrí de hombre del desierto: “Ser beduino no es un origen, es un modo de vida”.

    Niños en el pueblo de Makhul, en sur de Israel, donde diferentes organizaciones humanitarias denuncian el olvido de unas autoridades que tratan de apartar a la comunidad beduina de su tradicional modo de vida en el desierto.
    Niños en el pueblo de Makhul, en sur de Israel, donde diferentes organizaciones humanitarias denuncian el olvido de unas autoridades que tratan de apartar a la comunidad beduina de su tradicional modo de vida en el desierto. Luis De Vega Hernández

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